Cuando me casé visualicé una vida larga con mi esposo llena de felicidad en la cual siempre él sería lo más importante para mí. Entonces tuve hijos. De repente, encontré un amor y dedicación en mí que no conocía, que no imaginaba, que era más grande que todo. Las necesidades, los antojos, las actividades, es más, todo lo que tenía que ver con ello, era prioridad sobre cualquier cosa.
Como todo matrimonio, el mío cambió. Para relajarme o descansar, buscaba que mi esposo cuidara los niños para yo coger un “break”. Cuando salíamos sin ellos, me la pasaba hablando de sus cosas, de sus chistes, de sus maldades, de sus abrazos. Nuestra relación pasó a un segundo plano.
Mirando hacia atrás, me pregunto si pude haberlo hecho mejor. Aunque mis hijos están hechos y derechos, son adultos de bien y me siento orgullosa de en quién se han convertido, a veces pienso que les di mucho, que les hice mucho caso, que los puse primero demasiado. Mi esposo fue cómplice, no le tengan pena. Pero sé que yo llevaba la batuta.
He aprendido que tan importante como enseñarlos a vestirse es enseñarles que sus padres se aman. Estoy convencida de que tan importante es que puedan usar bien los cubiertos como que sepan como tratar a su pareja con amor incondicional. No tengo duda de que ese proyecto de historia por el cual no fui a cenar con mi esposo, es inconsecuente a la hora de contar los momentos mágicos de nuestra vida juntos.
No estoy abogando por descuidar a los hijos. Al contrario. Pero sí sugiero que en la lista de primeros siempre esté tu pareja. Al fin y al cabo, cuando tus hijos encuentren la de ellos, ¿con quién te quedas? Somos capaces de más amor del que nos damos crédito. No debemos ser tacaños a la hora de repartirlo. Especialmente con aquel a quién se lo prometimos por todos los días de nuestras vidas.